sábado, 26 de julio de 2025

Casi siempre, antes de comprar un libro, leo el final...

Los finales

Kurt Vonnegut me llevó de regreso a una época en la que era una lectora virginal y leía cosas extrañas


Kurt Vonnegut, en su casa de Nueva York en 1972. ... Santi Visalli (Getty Images)



Casi siempre, antes de comprar un libro, leo el final. No para averiguar el desenlace sino por ver cómo resuelve el autor esa magia difícil. Un buen final viaja en el tiempo, no pierde su potencia. Cuando releo El Gran Gatsby, espero el momento en que Fitzgerald me suelte: “Y seguimos remando, como botes en contra de la corriente, llevados de vuelta incesantemente hacia el pasado”, para estremecerme otra vez. Días atrás estaba en una cafetería de Gijón releyendo Río azul, de Ethan Canin. Avancé cincuenta páginas y fui directo al final: “siento en mi pecho una euforia repentina, etérea, que tal vez sea fe, o Dios, o luz cegadora”. La emoción me saltó a la garganta con el brío de la primera vez. Hay un autor al que llegué tarde: Kurt Vonnegut. Matadero Cinco se me caía de las manos hasta que el año pasado empecé y ya no pude soltarlo. Ni a Matadero Cinco ni a Vonnegut. Al parecer, Jean Cocteau dijo acerca de Marcel Proust: “No se asemeja a nada que conozca y me recuerda a todo lo que más me gusta”. Eso es lo que me pasa con Vonnegut. Las tramas delirantes, los textos inestables como los suyos, suelen dejarme impávida, pero él me llevó de regreso a una época en la que era una lectora virginal y leía cosas extrañas, deliroides. Me recordó cómo era yo antes de ser yo. Sus libros son ojivas nucleares repletas de emoción y siempre me embiste el impacto de los que quizás sean los finales menos “escritos” de la historia. El de Matadero Cinco: “¿Pío, pío, pío?”. El de Desayuno de campeones; “¡Rejuvenéceme, rejuvenéceme, rejuvenéceme!”, seguido de la abreviatura ETC. Su milagro es lograr tanto con tan poco. Vonnegut es un amor tardío que lo puso todo patas arriba: mi idea de lo que es un buen final, mi idea de lo que un autor puede hacer con el sarcasmo y la ternura. No sé bien qué quiero decir. Quizás que cuando hay un libro de Vonnegut a medio leer sobre mi mesa de luz, al despertar me digo. “Ah. Esto, esto era querer”.


sábado, 19 de julio de 2025

...había conseguido que lo votaran los más ricos y los más pobres del país. ...

La palabra capicúa

Tienen una habilidad para conseguir que los más pobres les aplaudan las medidas que toman a favor de los más ricos


Partidarios del expresidente estadounidense y candidato presidencial republicano Donald Trump 
celebran frente al restaurante cubano Versailles en Miami, Florida, el 5 de noviembre de 2024.
SILVIO CAMPOS (AFP / Getty Images)

12 JUL 2025 -                        

La conozco desde casi siempre, pero tardé en saber que era una palabra catalana. Casi siempre: a mis seis o siete años, cuando empecé a tomar el “colectivo” —el autobús urbano— para ir a la escuela, alguien me explicó que tenía que mirar los cinco números del papelito que me daba el conductor —y que llamábamos “boleto”— para ver si era capicúa. Es decir: si se podía leer de atrás para adelante igual que de adelante para atrás. 57275, digamos, por ejemplo.

Era inusual sacarse un capicúa: quizás un par por año. Y no servían para nada: la alegría simple de que sucediera. Un capicúa era un premio en sí mismo; el premio era alcanzar el premio, una muestra de que el mundo te estaba sonriendo, la esperanza de que siguiera haciéndolo.

Después me enteré de que la palabra capicúa viene de cap i cúa, cabeza y cola en catalán, para decir que esa cabeza y esa cola son iguales. También se los puede llamar palíndromos, que rezuma academia, aunque palíndromo remite más a palabras que a números: “Dábale arroz a la zorra el abad”, digamos, o “Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina”.

Pero lo que ahora me impresiona es la fuerza del retorno de los países capicúa. En 1995 publiqué un librito que se llamaba casi así —La patria capicúa—, donde intentaba entender un fenómeno que parecía bastante único: cómo el entonces presidente argentino y peronista Carlos Menem —un apellido radicalmente capicúa— había conseguido que lo votaran los más ricos y los más pobres del país. Yo no conocía entonces muchos más ejemplos de esa sociología política capicúa, dónde los dos extremos apoyaban lo mismo.

Era sorprendente; siglo y medio antes el doctor Marx había sentado los cimientos de un mito: que la sociedad estaba básicamente dividida en dos partes que se oponían en una lucha sin cuartel —y si no se oponían lo suficiente era un error que la historia se encargaría de corregir. La idea tenía la ventaja de su simplicidad, y de que podía aplicarse a casi todo: en todo momento había habido clases que se enfrentaban y esa lucha era el motor de la historia. Lo llamábamos lucha de clases y era la base de todo el mecanismo. Fue fuerte ver que lo que sucedía era todo lo contrario: la alianza de las dos clases supuestamente opuestas.

Después, durante décadas, el concepto se quedó en algún cajón revuelto. Hasta que, años atrás, volvió a asomar. El ejemplo más notorio fue, por supuesto, Donald Trump, ese Menem teñido de rubio. So pretexto de hacer a su América great again consiguió que millones y millones de pobres nostálgicos votaran, para volver a esos tiempos en que no eran tan pobres, por uno de esos multimillonarios que habían preferido fabricar en México o en China y los habían sumido en la pobreza. Y, por supuesto, los millonarios y sus gerentes y sus diversos seguidores también votaron a ese hombre que era uno de los suyos y les prometía todo lo mejor. Desde entonces, las votaciones capicúas se repitieron con éxito en Italia, Hungría, Brasil, Ecuador y —siempre lista— la Argentina de este Menem extremo que ahora nos preside. Y, sin éxito final pero con toda la intención, en tantos otros sitios, incluidos Francia, Alemania, España y Portugal.

Es la primera vez —al menos, desde que hay elecciones que permiten comprobarlo— que los más ricos y los más pobres están de acuerdo en elegir un mismo proyecto, un mismo gobierno. La base social de estos gobiernos, de este momento histórico, es capicúa, y desafía los mitos con que solíamos explicar la historia. En el medio, perplejos, estamos muchos de los que creíamos que eso no era posible o que, si acaso, es un error.

Y se produce gracias a esta capacidad de distintos caudillos de derecha para pretender que van a cambiar esas sociedades donde ellos y los suyos tienen todos los privilegios. Señores y una señora que no parecen muy avispados pero gritan mucho prometen un futuro lleno de las ventajas de un pasado que nunca existió, y tienen una habilidad particular para conseguir que los más pobres les aplaudan las medidas que toman a favor de los más ricos.

Son millones y millones eligiendo a uno que —los— reprimirá, porque confían en que los reprimidos serán otros. Millones y millones eligiendo a uno que —les— bajará los salarios, porque confían en que los rebajados serán otros. Millones y millones de pobres votando lo mismo que los ricos que los empobrecen: más y más países capicúa surgiendo como hongos en los mapas mohosos.

Así estamos ahora, capicúas: que la cabeza se nos parece bastante al culo, y viceversa.

sábado, 24 de mayo de 2025

“Hay tanto hoy en tu vida, hija. Puro hoy, hoy, hoy. Debe ser enloquecedor”

Saltos en el vacío

Mi padre no usa la decoración del amor. No abraza, no dice te quiero, da unos besos a las apuradas, como si quisiera escaparse. No protege: empuja. No cobija: forja


Halfpoint (Getty Images)


Semanas atrás, estaba en mi ciudad natal. Conversaba con mi padre: libros, películas, el paso del tiempo, los abuelos. De pronto me dijo: “Contame de vos. ¿Cómo estás?”. Fue raro: nunca pregunta cosas así. Mantenemos una caballerosa discreción que evita que pidamos detalles. Le dije: “No sé. No he pasado más de dos semanas seguidas en mi casa desde enero”. Enumeré ciudades: Madrid, Cádiz, A Coruña, Cartagena de Indias, Santiago de Chile, Bilbao, Princeton, San Sebastián, Zaragoza. Él se agarró la cabeza, pero no dijo nada. A la mañana siguiente, una de esas mañanas en las que el cielo y el césped parecen hechos de la misma materia, algo tan efervescente y vivo que podría quemar, caminábamos con sus dos perras. Mi padre se detuvo. Me miró y dijo: “Dios mío, hija. ¿Qué se hace durante 12 horas en un avión? ¿Se duerme? ¿O es pura angustia?”. La charla del día anterior caía en mitad de esa mañana como el efecto retardado de una bomba artera. “A veces ―dijo mi padre― alguna persona me dice ‘Qué bien tu hija, vi que hizo tal cosa’. Y yo pienso no, no la conocen, no saben nada de ella, no saben quién es”. Recuerdo que me miré la punta de las botas y me dije, azorada: “Se quedó pensando en mí”. Entonces pronunció esta frase tan misteriosa y cargada de sentido: “Hay tanto hoy en tu vida, hija. Puro hoy, hoy, hoy. Debe ser enloquecedor”. Y eso fue todo. Él no usa la decoración del amor. No abraza, no dice te quiero, da unos besos a las apuradas, como si quisiera escaparse. No protege: empuja. No cobija: forja. Siempre me miró cruzar el puente frágil de la existencia sin detenerme. Ahora estaba ante el enigma al que le había dado vida, carne de su carne, sabiendo que no podía salvarlo de nada ni ahorrarle sufrimiento. Desde la tierra fuerte que pisa contempla mis saltos sin red en el trapecio. Una mirada así es todo lo que se necesita para saber que podemos vivir —aun repletos de terror― en el alto vacío del aire.

sábado, 17 de mayo de 2025

Quizás solo quienes saben detenerse saben cómo seguir.

Los bancos del tiempo

Quizás solo quienes son capaces de sentarse a perder el tiempo son los que saben cómo ganarlo


Jaime Villanueva



Íbamos en auto por la ciudad en la que me crie y el hombre con quien vivo dijo: “Hay menos banquitos, ¿no?”. Era verdad: había menos. Cuando yo era niña, casi todas las casas tenían en el frente un banco de mármol o de granito. Al caer la tarde, los vecinos se sentaban allí y conversaban con los de enfrente y con los de al lado. La costumbre del banquito nunca me gustó. No me interesan los chismes, me deprimen las conversaciones banales, y tengo un prejuicio feo: veo en esos ritos el reflejo de existencias rumiantes que, más que vidas plenas, son un puñado de hábitos que se repiten sin pensar. Pero de pronto pensé que aquellos hombres y mujeres eran capaces de sostener un tiempo sin fragmentaciones. El tiempo no estaba todo roto por la obligación de que cada instante fuera productivo. En el verano se espantaban las moscas con ramas de un árbol al que le decíamos acacio bocha y ponían espirales para ahuyentar mosquitos. Los chicos pasábamos en bicicleta y saludábamos: “Buenas tardes, don Antonio”, “Hola, Sara”. Ese circuito vecinal y callejero funcionaba como una red de informantes bonachona: “Recién pasó Fabián, está con los chicos jugando al fútbol”, “Cecilia se fue a la plaza con Marita”. La partitura de los atardeceres era ese susurro colectivo: estaban el chisme y la conversación banal, pero también una red comunitaria que hacía que los niños de unos fueran los de todos. El hombre con quien vivo dijo: “Los banquitos eran como las redes sociales”. Yo creo que eran lo contrario de ese universo espástico. El filósofo Byung-Chul Han escribió: “El tiempo de vida ya no se estructura en cortes, finales, umbrales ni transiciones. La gente se apresura, más bien, de un presente a otro”. Quizás solo quienes saben detenerse saben cómo seguir. Quizás solo quienes son capaces de sentarse a perder el tiempo son los que saben cómo ganarlo. Pero todo eso parece ir camino a la extinción. O ya haberse extinto.