domingo, 23 de marzo de 2025

... aquel amor que te quemaba los labios.

El amor es como un cigarrillo

Lo tienes entre los dedos, lo subes a los labios, lo enciende el corazón y la brasa va creando una ceniza que es el dolor que produce cuando el amor se desvanece


Un hombre fuma un cigarrillo en un parque de Santiago de Compostela.
ÓSCAR CORRAL



Duke Ellington está al piano, canta Ivie Anderson. El amor es como un cigarrillo. Oigo la canción al caer la tarde cuando el día está a punto de acostarse. Ahora que fumar ya es pecado recuerdo que hubo una vez un humo azul que, al mismo tiempo que te mataba, te hacía feliz. El amor era como aquel cigarrillo que se quemaba a medida que se acercaba a tus labios e iba dejando la ceniza atrás. Al amor se le llama cielo, se le llama estrella que brilla en la oscuridad, al pájaro en su vuelo, a la flor de primavera. No hay tal cosa, canta Ivie Anderson con su voz quemada. El amor es como un cigarrillo. Lo tienes entre los dedos, lo subes a los labios, lo enciende el corazón y la brasa va creando una ceniza que es el dolor que produce cuando con la última calada el amor te abandona y se desvanece. También podía suceder que ese cigarrillo prendiera con el sol de la mañana sentado en el muelle de la bahía, como canta Otis Redding, mientras contemplas cómo sube y baja la marea. Los barcos que ves salir del puerto no llevan a bordo alegres pasajeros que te saludan desde cubierta con los brazos; son navíos de guerra cargados de soldados que se van a matar a sus hermanos en un país lejano que no conocen. Los verás partir una y otra vez. Unos ya no volverán. Muchos regresarán metidos en una bolsa negra de plástico. Puede que pienses que, hagas lo que hagas, nada va a cambiar, que no queda sino estar sentado en el muelle de la bahía contemplando cómo sube y baja la marea en silencio fumando un cigarrillo hasta que llegue la noche. Puede que el mundo esté a punto de romperse bajo una lluvia de acero, pero todo podría volver a tener sentido si el desorden de la historia se sometiera a la belleza medida de un hexámetro de Píndaro, bastaría con un solo verso bendecido por los antiguos dioses o con aquella canción que cantaban Ivie Anderson y Otis Redding. Sentado en el muelle de la bahía viendo entrar y salir los barcos de guerra recordabas aquel amor que te quemaba los labios.

sábado, 22 de marzo de 2025

Nada estaba mal. Sólo que... todo se perdía en la oscuridad.

El espejo

La fealdad había traído a la superficie aquello de lo que no hay escapatoria: la ciudad en ruinas que llevamos dentro


Getty




Nada estaba mal. Sólo que había pasado muchos días sin ver el sol. Sólo que hacía semanas que estaba dando vueltas de una ciudad a otra, y el movimiento devoraba las reservas mínimas de intimidad necesarias para sobrevivir. Sólo que de pronto no había amor —dónde se habían ido los besos—, no había paz —no se podía detener el pensamiento—, no había misericordia. Sólo que mis ductos internos empezaron a llenarse de la sensación triste de no estar en ninguna parte. Sólo que en algunas ciudades conocidas me asaltaban recuerdos de haber estado antes y haber sido feliz (en esa plaza repleta de naranjos, en esa ría, en esa calle, en ese bar). Y entonces, en ese estado de desmoronamiento, llegué a un hotel. Desde la ventana de mi cuarto se veía un panorama desolador, un barrio que parecía abandonado, una plaza inane, el trazo bestial de una autopista, grúas, edificios como nichos que hacían pensar en tumbas, un sitio sin gracia, sin alma, sin fe en sí mismo ni en la humanidad. La contemplación de ese paisaje empezó a filtrarse en el espíritu como un agua negra. Desde ese momento, cada vez que alguien me preguntaba: “¿Lo estás pasando bien?”, yo respondía: “Sí”, con una sonrisa maníaca, mientras me preguntaba a mí misma si realmente estaba viva. Una tarde en la que el tiempo estaba estancado leí un poema de Mark Strand: “Así que te quedás mirando y esperando/ mientras se asienta el polvo, y las horas milagrosas/ de la infancia se pierden en la oscuridad”, y pensé que todo se perdía en la oscuridad, no sólo la infancia, no sólo su añorada y dramática luz, sino todo, todo, y que no había refugio para la tristeza. Y cuando me pregunté de dónde venía tan profundo pesar, desconcertada ante el efecto vandálico que había producido el horror arquitectónico, me dije que la fealdad había roto el hechizo y había traído a la superficie aquello de lo que no hay escapatoria: la ciudad en ruinas que llevamos dentro. El paisaje no era el paisaje. El paisaje era un espejo.

domingo, 9 de febrero de 2025

Imaginé que sobre ellos había pasado la vida hasta convertirlos en cantos rodados como el que yo llevaba en la mano...

Energía de un canto rodado

La vida es un oleaje que arrastra éxitos y fracasos, amores perdidos o saciados y otros materiales de derribo



Baile en el Centro Municipal de Mayores Juan Muñoz de Leganés. ... David Expósito



Paseando una mañana por la playa, sin saber qué hacer ni qué pensar, vi que entre la arena había muchos cantos rodados. Los había de granito que eran blancos, con alguna veta azul; otros eran de basalto, muy oscuros. Solo por entretenerme escogí uno al azar y comencé a sobarlo de forma que su textura tan suave me extrajo de las yemas de los dedos un extraño placer al que no sabía dar nombre. Hace un millón de años ese canto rodado sería una pequeña roca informe, llena de aristas, vomitada desde el fondo de la tierra por algún volcán y ha sido el mar con el oleaje y la resaca, pasando sobre ella infinitas veces, el que la ha bruñido y cargado de una rara energía, que ahora desde la mano me subía por el brazo hasta un punto indeterminado del cerebro. Tal vez ese canto rodado había estado esperando a que yo lo eligiera desde que en el planeta había dinosaurios alados y los primates no habían bajado todavía de los árboles. Por encima de este canto rodado habían pasado todos los vientos de la historia. Pensé si sería posible convertir el tacto de este canto rodado en una conquista del espíritu. Sin duda la vida es un oleaje que arrastra éxitos y fracasos, sueños incumplidos, amores perdidos o saciados y otros materiales de derribo. En una terraza de la playa, un autobús había desembarcado una excursión de viejos jubilados. Estaban tomando el sol con los ojos cerrados. Imaginé que sobre ellos había pasado la vida hasta convertirlos en cantos rodados como el que yo llevaba en la mano, que después de acariciarlo por última vez como a un ser vivo que contenía toda la historia de la humanidad, hice con él lo que me gustaba hacer de chaval. “A ver si hay suerte y se produce un milagro”, me dije. Lo lancé al mar de forma que dio dos o tres saltos a flor de agua antes de desaparecer en el fondo y en ese momento en la terraza de la playa comenzó a sonar el bolero Reloj no marques las horas y todos los cantos rodados bien agarrados para no hundirse comenzaron a bailar.