sábado, 24 de mayo de 2025

“Hay tanto hoy en tu vida, hija. Puro hoy, hoy, hoy. Debe ser enloquecedor”

Saltos en el vacío

Mi padre no usa la decoración del amor. No abraza, no dice te quiero, da unos besos a las apuradas, como si quisiera escaparse. No protege: empuja. No cobija: forja


Halfpoint (Getty Images)


Semanas atrás, estaba en mi ciudad natal. Conversaba con mi padre: libros, películas, el paso del tiempo, los abuelos. De pronto me dijo: “Contame de vos. ¿Cómo estás?”. Fue raro: nunca pregunta cosas así. Mantenemos una caballerosa discreción que evita que pidamos detalles. Le dije: “No sé. No he pasado más de dos semanas seguidas en mi casa desde enero”. Enumeré ciudades: Madrid, Cádiz, A Coruña, Cartagena de Indias, Santiago de Chile, Bilbao, Princeton, San Sebastián, Zaragoza. Él se agarró la cabeza, pero no dijo nada. A la mañana siguiente, una de esas mañanas en las que el cielo y el césped parecen hechos de la misma materia, algo tan efervescente y vivo que podría quemar, caminábamos con sus dos perras. Mi padre se detuvo. Me miró y dijo: “Dios mío, hija. ¿Qué se hace durante 12 horas en un avión? ¿Se duerme? ¿O es pura angustia?”. La charla del día anterior caía en mitad de esa mañana como el efecto retardado de una bomba artera. “A veces ―dijo mi padre― alguna persona me dice ‘Qué bien tu hija, vi que hizo tal cosa’. Y yo pienso no, no la conocen, no saben nada de ella, no saben quién es”. Recuerdo que me miré la punta de las botas y me dije, azorada: “Se quedó pensando en mí”. Entonces pronunció esta frase tan misteriosa y cargada de sentido: “Hay tanto hoy en tu vida, hija. Puro hoy, hoy, hoy. Debe ser enloquecedor”. Y eso fue todo. Él no usa la decoración del amor. No abraza, no dice te quiero, da unos besos a las apuradas, como si quisiera escaparse. No protege: empuja. No cobija: forja. Siempre me miró cruzar el puente frágil de la existencia sin detenerme. Ahora estaba ante el enigma al que le había dado vida, carne de su carne, sabiendo que no podía salvarlo de nada ni ahorrarle sufrimiento. Desde la tierra fuerte que pisa contempla mis saltos sin red en el trapecio. Una mirada así es todo lo que se necesita para saber que podemos vivir —aun repletos de terror― en el alto vacío del aire.

sábado, 17 de mayo de 2025

Quizás solo quienes saben detenerse saben cómo seguir.

Los bancos del tiempo

Quizás solo quienes son capaces de sentarse a perder el tiempo son los que saben cómo ganarlo


Jaime Villanueva



Íbamos en auto por la ciudad en la que me crie y el hombre con quien vivo dijo: “Hay menos banquitos, ¿no?”. Era verdad: había menos. Cuando yo era niña, casi todas las casas tenían en el frente un banco de mármol o de granito. Al caer la tarde, los vecinos se sentaban allí y conversaban con los de enfrente y con los de al lado. La costumbre del banquito nunca me gustó. No me interesan los chismes, me deprimen las conversaciones banales, y tengo un prejuicio feo: veo en esos ritos el reflejo de existencias rumiantes que, más que vidas plenas, son un puñado de hábitos que se repiten sin pensar. Pero de pronto pensé que aquellos hombres y mujeres eran capaces de sostener un tiempo sin fragmentaciones. El tiempo no estaba todo roto por la obligación de que cada instante fuera productivo. En el verano se espantaban las moscas con ramas de un árbol al que le decíamos acacio bocha y ponían espirales para ahuyentar mosquitos. Los chicos pasábamos en bicicleta y saludábamos: “Buenas tardes, don Antonio”, “Hola, Sara”. Ese circuito vecinal y callejero funcionaba como una red de informantes bonachona: “Recién pasó Fabián, está con los chicos jugando al fútbol”, “Cecilia se fue a la plaza con Marita”. La partitura de los atardeceres era ese susurro colectivo: estaban el chisme y la conversación banal, pero también una red comunitaria que hacía que los niños de unos fueran los de todos. El hombre con quien vivo dijo: “Los banquitos eran como las redes sociales”. Yo creo que eran lo contrario de ese universo espástico. El filósofo Byung-Chul Han escribió: “El tiempo de vida ya no se estructura en cortes, finales, umbrales ni transiciones. La gente se apresura, más bien, de un presente a otro”. Quizás solo quienes saben detenerse saben cómo seguir. Quizás solo quienes son capaces de sentarse a perder el tiempo son los que saben cómo ganarlo. Pero todo eso parece ir camino a la extinción. O ya haberse extinto.

jueves, 8 de mayo de 2025

De repente, se materializaron ante mis ojos dos coches fúnebres, uno blanco y otro negro, ...

Blanco y negro

Mientras dentro se celebraba la misa de difuntos, fuera bullía la vida


GrabillCreative (Getty)


El viernes 2 de mayo amaneció encapotado y con los coches acribillados por uno de esos chaparrones de barro que no dejan charcos, pero te arruinan la carrocería y la ropa. Maldije mi suerte, imploré clemencia al cielo y debió de escucharme, porque a media tarde abrió la capota y se quedó uno de esos escandalosos días de primavera en los que el sol templa el alma sin abrasar el cuerpo, y el trabajar recupera su primigenia condición de maldición bíblica para los hijos de los pecadores Adán y Eva. No era el caso. Estaba librando. De puente en uno de esos idílicos pueblos mediterráneos cuyas buganvillas sobre paredes encaladas copan los posados en Instagram. Atrincherada en la terraza de una de esas heladerías donde la horchata sabe a chufa; el granizado, a limón recién cogido del árbol, y mi primer blanco y negro de café helado y leche merengada de la temporada, que libaba como si fueran a prohibirlo, a gloria bendita. Nada ni nadie podía amargarme el dulce hasta apurar el último sorbo, creía. Valiente idiota.

De repente, se materializaron ante mis ojos dos coches fúnebres, uno blanco y otro negro, marchando a 5 por hora, ocupando todo el ancho de la calle y rozando los vestidos de volantes que se estilan este año expuestos como alhajas a las puertas de las tiendas. Detrás, un centenar largo de dolientes acompañaba al duelo a pie hasta la parroquia al ritmo de las campanas doblando a muerto de fondo. Los relojes de los móviles se pararon y siguieron inexorablemente su curso al mismo tiempo. Mientras se celebraba la misa de difuntos con las puertas abiertas de par en par porque dentro no se cabía, fuera bullía la vida. Los españoles, alargando el almuerzo a base de cafés y copas; los guiris, apurando la hora feliz atizándose dos pelotazos por uno antes de la cena, felices todos y contentos. Hasta que los dos coches mortuorios, el negro a reventar de flores, el blanco con el cuerpo de una mujer joven que no llegará a vieja a bordo, pusieron morro al cementerio y pudieron seguir la fiesta sin cargo de conciencia. Nada nuevo, de acuerdo. Una muerte tan cruel, injusta y triste como todas, más si son en mayo florido. No conocía a la finada, pero, este verano, cuando estrene el enésimo vestido de lino que no necesitaba, pero me compré ese día, será en su memoria.

sábado, 3 de mayo de 2025

Pregúntese en qué momento el cariño fue suplantado por estos rescoldos disecados, esta amabilidad yerta.

Instrucción número 21

Diga: “El día está lindo”. Escuche que él responde: “Más o menos”. Den un paseo como un coito seco, cerrado, sin detenerse en ningún sitio


Santi Burgos


Tiene que ser durante un domingo de sol. Escuche que él pregunta, mientras acaricia a los gatos: “¿Querés que vayamos a dar una vuelta?”. Perciba un peso de hastío en la palabra “¿querés?”. Comprenda que esa salida no es algo que él desee, sino algo que hace por usted, una limosna, una dádiva, una concesión. Diga: “¿Vos tenés ganas?”. Escuche que él responde: “Como quieras”. Piense en las uñas de los pies que se ha pintado ayer, que solían insuflarle una personalidad sólida, eficaz y compacta, y que ahora la hacen sentir humillada porque la pintura es una tabla ouija con la que intenta invocar una plenitud que ni siquiera recuerda. Diga: “Bueno”, y después: “Gracias”, cuando él abra la puerta de calle. Pregúntese en qué momento el cariño fue suplantado por estos rescoldos disecados, esta amabilidad yerta. Suba al auto. Diga: “El día está lindo”. Escuche que él responde: “Más o menos”. Den un paseo como un coito seco, cerrado, sin detenerse en ningún sitio. Al regresar a su casa, vea que él enciende el televisor y empieza a acariciar a los gatos. Imagine los parques, la gente andando en bicicleta o bebiendo en los bares o yendo al cine. Perciba el peso mezquino del aburrimiento, la agonía del desperdicio. Sienta que acaban de depositarla en su casa como alguien a quien hay que pasear para mantener tranquilo, un perro o un loco. Diga: “Estoy cansada”. Escuche que él pregunta: “¿De qué?”. Responda: “De todo”. Abra la puerta, diga: “Me voy a caminar”. Cierre con un movimiento suave. Camine. Al regresar, vea que él sigue acariciando a los gatos, mirando televisión. Escuche que pregunta: “¿Caminaste mucho?”, sin esperar respuesta. Recuerde que solía mirarla con perturbación, decirle que era un paisaje deslumbrante. Dígase que ahora son dos incendios forestales avanzando sin furia el uno hacia el otro, empobreciendo todo a su paso, teñidos no por el rojo del fuego, sino por el blanco medicamentoso de la indiferencia. Piense: “Nos une la ternura por los gatos. Nada más”. Hágase un té.