viernes, 12 de septiembre de 2025

Hay mil razones para seguir vivo. Y no están en el Más Allá...

El óvalo dorado

Descubrir la perfección en las cosas sencillas puede demostrar a los más escépticos que merece la pena vivir



Hay gente que no se sabe suicidar como hay gente que no sabe freírse un huevo, a veces ni una cosa ni la otra. Es lo que le ocurre al individuo que desayuna dos mesas más allá de la mía, en un hotel de cuatro estrellas de Valencia. Los hoteles de cuatro estrellas pueden ser muy buenos o muy malos. Este es de los muy buenos. El hombre ha fracasado mucho friendo huevos. De ahí que observe con asombro el que le acaban de servir en el bufé, donde un cocinero con gorro de cocinero de película te fríe los huevos (por favor, no hagan chistes) al instante y al gusto. El suicida torpe casi no se atreve a introducir el pan en el coágulo de ámbar engastado en plata formado por la yema y la clara. Da pena quebrar la finísima película que es preciso atravesar para alcanzar el néctar, destrozando esta obra de orfebrería orgánica.

Finalmente, hunde en el coágulo de ámbar el biscote que enseguida se lleva a la boca como si estuviera comulgando. “Si supiera suicidarme”, piensa, “con la perfección de este huevo frito, me suicidaría ahora mismo, ahora mismo me volaría la cabeza”. El hombre ha llegado a la ciudad por razones de trabajo (de un trabajo que se ha inventado) con una muda, un pijama y una caja de ansiolíticos para suicidarse en el hotel, porque le parecía de mal gusto hacerlo en casa. Calcula que bastarán cincuenta pastillas de un miligramo. Ya lo intentó otra vez (solo él lo sabe), en este mismo establecimiento, y sigue vivo porque se quedó dormido a la altura de la pastilla séptima (se las tomaba despacio, tonteando: esta por mamá; esta, por papá, etc.). Durmió día y medio y al despertarse se sentía tan descansado, que se alegró un poco de no haberse sabido suicidar.

Ahora está acabando el huevo frito, tras el que se bebe el café dándole gracias a Dios por este regalo insuperable. Luego se dirige a su habitación para suicidarse, pero en el ascensor decide que primero aprenderá a freírse un huevo.

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Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

...quienes defienden la escuela pública ganan autoridad si la eligen para sus hijos.

Si eres de izquierdas, ¿por qué no vas a la escuela pública?

En educación, a diferencia de la sanidad, la ventaja de unos por poder acceder a una educación privada se traduce directamente en la desventaja de otros


Primer día de clase en un colegio público de Getxo, Vizcaya, el pasado lunes.
FERNANDO DOMINGO-ALDAMA


La paradoja se repite como un ritual de otoño: políticos que defienden con fervor la escuela pública matriculan a sus hijos en centros privados o concertados. Prensa y redes suelen cebarse con estos casos como ejemplos claros de hipocresía. Pero quizá resulte más interesante mirarlos desde el prisma del principio de sujeción, según el cual nuestros representantes deberían usar los mismos servicios públicos que diseñan para la ciudadanía. La lógica es sencilla: si comparten escuela, hospital o transporte con el resto, no solo tendrán un interés directo en que funcionen bien, sino que mostrarán públicamente su confianza en ellos. Como cuando uno cocina para los demás y se sirve el mismo guiso, no otro distinto.

Ese principio no está recogido en ninguna norma —atentaría contra libertades valiosas—. Se formula como una exigencia moral. Y en ese mismo sentido cabe preguntarse si no debería extenderse de la gestión política a las convicciones. En educación, la lógica sería esta: quienes defienden la escuela pública ganan autoridad si la eligen para sus hijos. Los datos abonan el terreno para la reflexión. España es uno de los países europeos donde más peso tiene la escuela privada o concertada: casi un 33% del alumnado frente a apenas un 7% en Reino Unido o un 9% en Alemania. Y no son guetos de derechas: un estudio en Cataluña (CEO, 2017) mostró que uno de cada cuatro votantes de la CUP con hijos no los llevaba a la pública; un 11,7% optó por la privada estricta, casi el doble que los del PP (6,6%). Aunque el dato no es reciente, ilustra bien la contradicción.

La enseñanza privada y concertada opera como un multiplicador de privilegios. Las familias que pueden pagarla encuentran en estos centros un modo de reforzar sus ventajas y de tejer redes que luego se traducen en trayectorias profesionales más ventajosas y mayores ingresos. Es cierto que son escuelas muy heterogéneas y que la aspiración de los padres no siempre se cumple, pero sus efectos en el conjunto del sistema son claros: concentran más alumnado de renta media y alta y dejan en la pública una cantidad desproporcionada de estudiantes vulnerables. El resultado es una fractura abismal: en España, la brecha socioeconómica entre pública y concertada explica por sí sola un 21% de toda la segregación escolar, el porcentaje más alto del mundo desarrollado, según Save the Children.

Esa fractura se agrava por el carácter posicional de la educación: su valor no depende solo de lo que un niño aprenda en clase, sino de cómo se sitúe en comparación con los demás. Ir a una escuela prestigiosa cuenta porque abre puertas que a otros se les cierran. Y esto distingue la educación de la sanidad: que mi vecino vaya a un cardiólogo privado no empeora el tratamiento que yo recibo para mi corazón en un hospital público; que sus hijos accedan a un colegio más selectivo sí afecta a las oportunidades de los míos. En educación, la ventaja de unos se traduce directamente en la desventaja de otros.

Muchos padres de izquierdas sueñan con una arcadia donde solo existe la escuela pública —o es tan buena que no vale la pena salirse de ella. Pero la realidad los obliga a responder esta cuestión: en un mundo donde hay otras opciones, algunas mejores, ¿qué hago yo? El filósofo Adam Swift tiene un librito que quiere ser de ayuda: How Not to Be a Hypocrite: School Choice for the Morally Perplexed Parent (Cómo no ser un hipócrita: la elección de escuela para el padre moralmente perplejo). Su tesis es clara: la primera obligación moral de un padre es con su hijo, incluso por encima de principios políticos y consideraciones colectivas. Pero esa obligación se limita a garantizar un “bienestar suficiente”: una escuela segura, con recursos básicos, capaz de protegerlo y atender sus necesidades educativas. Según dónde vivamos, la publica puede fallar. Podemos encontrarnos con escuelas públicas sobresaturadas, otras que carecen de personal para atender necesidades especiales, o centros que se quedan cortos a la hora de prevenir el bullying y apoyar a sus víctimas. En las ciudades, además, crecen los guetos escolares, donde la concentración de alumnado inmigrante plantea un desafío mal resuelto con consecuencias educativas serias.

Ahora bien, una parte muy importante de la red pública sí proporciona un bienestar suficiente. Y ahí es donde aparece la sospecha de que la decisión de políticos, cupaires y muchos otros padres progresistas de abandonar lo público no responde a la protección de sus hijos, sino a la razón desnuda de querer comprar ventajas adicionales para ellos. Los más progres la revisten con coartadas políticamente eficaces: denuncian el supuesto autoritarismo de la enseñanza reglada y se refugian en pedagogías alternativas o en escuelas bosque, tan o más segregadoras que las escuelas religiosas. El deseo de privilegiar a un hijo es profundamente humano, tanto, que acaba uniendo a estos padres con esos de derechas a los que culpan de las averías del ascensor social. Con una diferencia: la izquierda nos enseñó que lo personal es político. Y, sin embargo, a la hora de elegir colegio, tanto en la izquierda como en la derecha, lo político es personal.

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Jahel Queralt es profesora lectora Serra Húnter en la Facultad de Derecho de la Universidad Pompeu Fabra y coeditora de Razones públicas (Ariel).

domingo, 7 de septiembre de 2025

...allí estaban los lápices Alpino con todos los colores del arco iris...

Los lápices de colores

Podía el borrascoso mar asolar las playas, pero allí estaban los Alpino con todo el arco iris


Dos niños, el primer día de clase en un colegio de Madrid en 2022.
Marta Fernández Jara (Europa Press)


Por mucho tiempo que haya pasado, cuando empieza septiembre vuelven siempre a mi memoria aquellos lápices de colores Alpino que sonaban dentro del plumier cuando de niño iba saltando charcos camino de la escuela. Habían llegado las lluvias en forma de furiosos aguaceros que entonces no se llamaban gota fría ni dana. Era la consabida riada de final de verano que se lo llevaba todo por delante y dejaba el campo encharcado donde bajaban a beber las aves de paso que volaban hacia el Sur. Podían desbordarse todos los barrancos, podía el borrascoso mar asolar las playas, pero allí estaban los lápices Alpino con todos los colores del arco iris, que en medio del desastre eran la señal de que todo volvería a su cauce, que el mundo seguiría siendo maravilloso si un niño usaba aquellos colores para pintarlo. Esos lápices, el sacapuntas, el lapicero de grafito, marca Faber y la goma de borrar Milan que olía a turrón de coco han llegado a convertirse en categorías de la mente. Asociados a la luz dorada de septiembre, todavía hoy significan para mí una actitud optimista, positiva y placentera ante la vida. Mientras aprendía en la escuela las primeras letras y las cuatro reglas, con los lápices Alpino me gustaba pintar barquitos de vela azules, rojos, verdes y amarillos; fueron aquellos barquitos cargados de promesas los que me han traído sano y salvo hasta esta orilla. Aún hoy en mis horas más oscuras siempre vuelvo a imaginar sus colores como un regreso a la inocencia que es el asa más firme donde agarrarse frente a este mundo que se desmorona. De alguna forma, a lo largo de mi vida no he hecho otra cosa que seguir usando aquellos lápices, aquella goma, aquel sacapuntas. Con la goma he borrado muchos errores que pude cometer, con el sacapuntas he afilado el lapicero de grafito con el que he llenado de palabras propias aquel cuaderno escolar. Es septiembre, empieza el nuevo curso, hay que volver a la escuela, limpios, bien peinados y con la cara lavada.

sábado, 26 de julio de 2025

Casi siempre, antes de comprar un libro, leo el final...

Los finales

Kurt Vonnegut me llevó de regreso a una época en la que era una lectora virginal y leía cosas extrañas


Kurt Vonnegut, en su casa de Nueva York en 1972. ... Santi Visalli (Getty Images)



Casi siempre, antes de comprar un libro, leo el final. No para averiguar el desenlace sino por ver cómo resuelve el autor esa magia difícil. Un buen final viaja en el tiempo, no pierde su potencia. Cuando releo El Gran Gatsby, espero el momento en que Fitzgerald me suelte: “Y seguimos remando, como botes en contra de la corriente, llevados de vuelta incesantemente hacia el pasado”, para estremecerme otra vez. Días atrás estaba en una cafetería de Gijón releyendo Río azul, de Ethan Canin. Avancé cincuenta páginas y fui directo al final: “siento en mi pecho una euforia repentina, etérea, que tal vez sea fe, o Dios, o luz cegadora”. La emoción me saltó a la garganta con el brío de la primera vez. Hay un autor al que llegué tarde: Kurt Vonnegut. Matadero Cinco se me caía de las manos hasta que el año pasado empecé y ya no pude soltarlo. Ni a Matadero Cinco ni a Vonnegut. Al parecer, Jean Cocteau dijo acerca de Marcel Proust: “No se asemeja a nada que conozca y me recuerda a todo lo que más me gusta”. Eso es lo que me pasa con Vonnegut. Las tramas delirantes, los textos inestables como los suyos, suelen dejarme impávida, pero él me llevó de regreso a una época en la que era una lectora virginal y leía cosas extrañas, deliroides. Me recordó cómo era yo antes de ser yo. Sus libros son ojivas nucleares repletas de emoción y siempre me embiste el impacto de los que quizás sean los finales menos “escritos” de la historia. El de Matadero Cinco: “¿Pío, pío, pío?”. El de Desayuno de campeones; “¡Rejuvenéceme, rejuvenéceme, rejuvenéceme!”, seguido de la abreviatura ETC. Su milagro es lograr tanto con tan poco. Vonnegut es un amor tardío que lo puso todo patas arriba: mi idea de lo que es un buen final, mi idea de lo que un autor puede hacer con el sarcasmo y la ternura. No sé bien qué quiero decir. Quizás que cuando hay un libro de Vonnegut a medio leer sobre mi mesa de luz, al despertar me digo. “Ah. Esto, esto era querer”.