domingo, 18 de diciembre de 2011

Vida y muerte de un escritor al límite

Con el fallecimiento de Christopher Hitchens desaparece una figura inclasificable de la literatura, el periodismo y el ensayo - El polemista sucumbió al cáncer de esófago

Aspirante sin reservas al título de mayor polemista de nuestro tiempo, Christopher Hitchens, muerto el jueves a los 62 años en Houston como consecuencia de un cáncer de esófago, era un modelo excepcional de intelectual al límite, de esos, sin contemplaciones, que obligan al público a tomar drásticamente partido entre los extremos, entre la civilización o la barbarie, la justicia o la tiranía. Se puede discrepar de su visión sobre esos conceptos, pero no de su valentía para abordar las dudas y los conflictos contemporáneos con la misma limpieza y atrevimiento que George Orwell, su paradigma.

El título de su último libro, Arguably (Discutible), una colección de ensayos, es un reflejo de la interpretación de su papel en el mundo. Escribía y hablaba, sobre todo hablaba, inconteniblemente, respecto a cualquier acontecimiento relevante y sin piedad. Utilizaba la provocación como un vehículo hacia el conocimiento. Consideraba la discusión el instrumento imprescindible para alcanzar la verdad, y entendía que a esta solo se podía llegar liberado de cualquier atadura política, religiosa o incluso emocional. No conocía fronteras en su afán de consecuencia. No le tembló el pulso para reconocer en su autobiografía, Hitch-22 (Debate), el desprecio hacia su padre, un oficial burócrata de la Armada británica. Ni tuvo escrúpulos en escribir contra su mejor amigo en vida, Martin Amis, después de la publicación de un libro en el que entendía que este se había burlado de las víctimas de Stalin.

El dictador ruso era su prototipo de la maldad. Se pronunció contra todos los tiranos de su época, desde Pinochet a Milosevic, y azotó por igual a derecha e izquierda cada vez que creía detectar un ataque a la razón o un abuso de poder. Escribió un libro contra Henry Kissinger, a quien consideraba un criminal de guerra, y otro contra Bill Clinton, a quien tenía por un político manipulador y mentiroso. Escribió contra la madre Teresa, a quien creía una iluminada que pervertía el Tercer Mundo con sus mensajes retrógrados, y contra el ayatolá Jomeini, especialmente después de la fetua emitida por Irán contra su amigo Salman Rushdie.

Se le tiene como el inventor del término islamofascismo. Brillante e imaginativo siempre, Hitchens era un gran inventor de palabras. En esta se resume perfectamente la intolerancia y el peligro que representa el radicalismo islámico, uno de los fenómenos que con más firmeza combatió.

Espíritu libre hasta el final -pasó sus últimos días en el Anderson Cancer Center de Houston sin tratamiento médico para poder morir en paz-, Hitchens se ganó múltiples enemigos por abominar de cualquier Dios. Jamás se retractó del alegato antireligioso de su libro más famoso, God is not great (Dios no es bueno, en la edición española de Debate). Y, aunque descubrió hacia la mitad de su vida que su madre, a la que adoró, era judía y, por tanto, él también lo era, eso no le desató mayor curiosidad por el alma del judaísmo ni templó sus críticas al Estado de Israel.

Aunque dio varios quiebros en su vida, como el tránsito de su juventud trotskista a su apoyo a la guerra de Irak, no se le conocen rectificaciones significativas de sus opiniones expuestas como adulto. Explicó varias veces que, en su respaldo a la aventura iraquí, primó su odio a los sátrapas sobre cualquier otro factor, y así lo sostuvo hasta el final. Persistió y defendió también su desmedida afición al alcohol y al tabaco, pese a que era consciente de que esto último había acabado provocando su cáncer de esófago.

Su cigarrillo le sirvió además de bandera de independencia en Estados Unidos, a donde llegó en 1981 y cuya nacionalidad adquirió. El pitillo de Hitchens, en tiempos dominados por la presión de lo conveniente, fue siempre un acto de rebeldía contra el poder de lo políticamente correcto en Washington, ciudad donde tenía su residencia.

Indomable en sus actos y en sus palabras, deja un ejemplo que no es fácil de seguir. Se ha comparado su escritura con la de Oscar Wilde y Lord Byron. Su amigo el novelista Christopher Buckley -que lo fue, pese a los continuos ataques de Hitchens hacia su padre, el influyente pensador conservador William Buckley- lo ha calificado como "el más grande ensayista en lengua inglesa". También fue un gran periodista. Pero es su papel como polemista, como agitador contra el pensamiento dominante, lo que hará que le echemos de menos, ahora que tanta falta hace.
ANTONIO CAÑO - Washington
EL PAÍS - Cultura - 17-12-2011
Literatura de verdad
Solo en un mundo que identifica narrativa y ficción se comprende que Christopher Hitchens no ocupe el lugar que le corresponde al lado de Ian McEwan, Salman Rushdie y Martin Amis, amigos suyos y protagonistas de muchas de las páginas de Hitch-22 (Debate), un volumen de memorias que bastaría para garantizarle a su autor un puesto en la historia de la literatura. Solo el relato del suicidio de su madre -fugada con un amante- tiene más fuerza literaria que la mayoría de las novelas. Pero lo más cerca que estuvo Hitchens de algo ficticio fue el día en que, para su orgullo, Amis lo convirtió en personaje de La viuda embarazada, su último libro.

Por usar un símil de Rafael Sánchez Ferlosio, hay escritores que saben tejer (escribir) y otros que saben hacer jerséis (escribir novelas). Hitchens optó por lo primero. Hasta el minuto final. Hace unos meses apareció su última recopilación de ensayos, Arguably, y el año que viene se publicará Mortality, que reúne los textos de Vanity Fair en los que relata los avatares de su cáncer de esófago. Alguna vez contó que escribía cada día mil palabras publicables (algo más de tres folios de los de antes). Y era cierto, hubiera bebido lo que hubiera bebido. Recién salido de Oxford y tan amigo de la verdad como de sus amigos, prefirió la realidad a la imaginación y eligió el periodismo como género, por más que dijera que lo adoptó para no tener que depender de los periódicos para informarse.

Cuando murió Kapuscinski se dijo que el Nobel había perdido la oportunidad de premiar a un autor de no ficción, algo que no sucede desde Churchill (1953). De Hitchens se ha dicho que era una mezcla entre Voltaire y Orwell y le ha faltado una novela para ser del todo como el autor de 1984, al que dedicó una brillante biografía intelectual: La victoria de Orwell (Emecé). Rabiosamente laico y volteriano en Dios no es bueno (Debate), el libro que en 2007 lo sacó de su rincón de polemista favorito de Susan Sontag y Gore Vidal, corresponsal en todas las guerras y cronista de las miserias de Kissinger, Clinton o la Madre Teresa, "más amiga de la pobreza que de los pobres", en cuyo proceso de beatificación Hitchens ejerció, a solicitud del Vaticano, como abogado del diablo. Como suena.

"La gente como masa tiene muy a menudo una inteligencia inferior a la de sus partes integrantes", escribió en Cartas a un joven disidente (Anagrama), tal vez la mejor puerta de entrada a un mundo en las antípodas de lo que su autor llama la "Disneylandia de la mente": el consenso acrítico del "rebaño de mentes independientes". Zola, Oscar Wilde y Václav Havel son algunos de los modelos de escritor comprometido reivindicados por alguien que defiende que para ser disidente -un mérito, no un título- no bastaba con disentir, hay que arriesgarse. Christopher Hitchens corrió todos los riesgos y su escritura es lo que queda de ello. Erudición, observación y precisión son los rasgos de un estilo atravesado por la ironía, compasivo y demoledor a un tiempo, según los bandos. No hace falta estar de acuerdo con sus razones para estarlo con su manera de razonar. Como a todos los grandes escritores, le cuadran perfectamente las palabras de Thomas Mann sobre György Lukács: mientras hablaba tenía razón.

J. RODRÍGUEZ MARCOS - Madrid
EL PAÍS - Cultura - 17-12-201

No hay comentarios: